lunes, noviembre 12, 2007
























Cuando Humberto recuperó la consciencia algo había cambiado. Sus gafas reposaban en su barriga, la huella de un dedo impregnaba uno de los cristales. Tenía la cabeza despejada, no parecía que acabara de despertar tras lo que le parecían varias horas. Se miró las manos – es curioso cómo al despertar de un desmayo o un desvanecimiento, o tras un amago de ambos o sólo uno, lo primero que os miréis sean las manos, y si tenéis un espejo cerca la cara. Vuestro rostro, los ojos circundados por una palidez súbitamente opalescente, una descomposición de la carne que aterra - por el estado depauperado de la piel, de vuestra integridad- y consuela -el hecho de que la veáis va ligado al los movimientos del corazón: sístole y diástole: otra forma de decir que aún estáis vivos, de que aún sois – y nada extraño vio.

Se sentía bien, más lúcido que tras despertar cualquier mañana. Su reflejo en el espejo era más que saludable, sus mejillas estaban coloreadas, su piel tersa como recién lavada, sus labios rojos y sus dos pupilas verdes más dilatadas de lo normal. Era media tarde, alrededor de las siete calculaba, cuando el sol de la temprana primavera ya está declinando y las flavas irisaciones dan una pátina de esperanza melancólica que embellece todo aquello que ilumina. Aunque había algo que descuadraba más que el recuerdo el sentimiento que sobre el salón de su casa tenía Humberto: no era la disposición de los muebles, el sofá seguía ocupando el centro de la espaciosa estancia, la mesa donde solía comer tras éste, con sus cuatro sillas tapizadas de azul marino, el escabel gris donde reposaba los pies mientras veía la tele o leía o simplemente pensaba cuando no le apetecía hacer ninguna de estas dos cosas bajo la mesita que disponía entre la televisión y el sofá, las estanterías combadas por el peso de los libros flanqueando la entrada, un par de cuadros cuya procedencia había olvidado en sus correspondientes paredes. Todo en el salón estaba en el mismo lugar en el que estaba antes de que Humberto perdiera la consciencia, aunque no recordaba cuándo ni lo último que vio. Aún así, algo latía dentro de aquella habitación que lo desasosegaba. No era su luz, era la densidad de la sala, la viscosidad ausente que estaba respirando. Su instinto de supervivencia, acuciándole desde el subconsciente le hizo una señal de peligro, sobresaltado corrió por el pasillo que tras doblar a la izquierda desembocaba en la cocina.


El estallido sobrecogió a todo el barrio. Todos los vecinos del edificio y varios de los edificios anejos fueron desalojados por los bomberos y el Samur, cuatro viviendas quedaron completamente destrozadas por la explosión y el inmueble sufrió daños estructurales que obligaron a su derribo una semana más tarde. Humberto murió, sin embargo, un segundo antes de que la misma chispa prendiese la masa gaseosa que flotaba por su piso, otra metafórica le prendió por dentro. Et deus in nobis, agitante callescimus illo. Y recordó su nombre, Gliceria Soares, esa compañera de clase de cuando sólo tenía siete años. Tal vez lo recordara porque compartía el apellido de uno de los grandes heterónimos que el poeta Fernando Pessoa usó en vida: Soares, Bernardo Soares; de cuyos escritos, filosofías varias y poemas disfrutó, sufrió y guardó no sólo en el recuerdo sino en su propia alma. Hasta el día de su propia ignición.


Basado en un hecho real sucedido en un edificio vecino cuando tenía cinco o seis años. Lo recuerdo porque fue un verano o dos antes de mudar de vivienda por primera vez en mi vida.

jueves, noviembre 08, 2007



La luz de la lámpara se filtra por debajo de la puerta. Odio dormirme y despertar cuando ya es de noche. Me encuentro entre dos mundos, el de los noctámbulos y el de los que se acuestan pronto y madrugan. Y en ninguno de ellos me siento cómodo. Además, me duele la cabeza. No sé si tomar café o un té, aunque termino decantándome por esta última bebida. Con el tiempo que hace fuera me sentará bien. Necesito escribir para poder expresar lo que siento. Pero tengo un problema, quiero expresar lo que siento sin pararme a sentir lo que estoy sintiendo. Quiero escribir lo que creo que siento, quiero contarlo para que lo lean, para yo leerlo, pero no creo que de verdad sienta así. A base de pensar me he forjado una forma de sentir. Reprimir sentimientos, ni buenos ni malos, se me da bien. Me cuesta asumir que hay cosas que es mejor nunca decir, y que en cambio otras han de ser dichas si queremos crecer, si queremos ser nosotros mismos y no la censura colectiva de nuestra propia naturaleza. Por mi naturaleza yo soy inconstante.

viernes, octubre 05, 2007

Paisajes ajenos

Uno suele prenderse de las cosas que a diario le rodean y, éstas, como nuestro propio cuerpo, son tan importantes en nuestra vida que al abandonarlas sentimos una mutilación en nuestro interior. En otras ocasiones diría que el cercenamiento es en el alma, pero yo la he sentido en algo mucho más humano: en las tripas.



Cuando me marché de Sevilla hace ya cinco años, el paisaje humano lo componían mis amigos y familiares, todos tan distintos y singulares, cada uno parte de mí y yo parte de ellos. El paisaje urbano, en cambio, del cual formamos parte en cuanto que lo habitamos, lo pateamos, lo utilizamos, deja de ser nuestro en cuanto nos marchamos. Los pequeños cambios que imperceptiblemente lo van modificando son tan nuestros como la propia ropa que vamos mudando con el paso de las estaciones, ropa heredada una y otra vez.


Una obra para ampliar las aceras guarda en el esqueleto de su creación tantas miradas nuestras como kilos de cemento para poder levantarla. Y nos parece lo más normal cuando por fin terminadas, empiezan a ser recorridas por todas esas personas, también espectadores de la obra. Poco a poco va perdiendo el lustre y la novedad, las primeras lluvias, los orines y las deposiciones de los canes van punteando las imbricaciones entre losas y losas, chicles y papeles quedan adheridas a las aceras como cicatrices calientes, y nosotros con nuestras miradas y nuestros pasos, sean estos en la dirección que sean, también deformamos las calles.



Un día de repente te marchas de la ciudad, o te mudas a otra parte de la misma, y de la misma forma en que conoces a compañeros de clase en el colegio, en la facultad, en el trabajo, y compartes con ellos experiencias, risas, algún llanto y cervezas, secretos y besos, improperios y vas creciendo, llega un día y de repente dejas de tener contacto con uno y luego otro y otro, y sólo lo mantienes con unos cuántos - y esto no depende de las afinidades individuales.


El origen está en algo tan incierto que no logró discernir -, y a veces incluso, alguien tan importante en tu vida, como la garante de tu primer escarceo desaparece, y pasan años hasta que vuelves a recordarla - un pasador de plástico rosa en el pelo de esa colegiala impúber que aún aletargada y con la mochila en un carrito se encamina al colegio te despierta del fondo de la memoria el mismo color rosa de un suéter que se solía poner los lunes lluviosos de otoño -, de la misma forma, decía, un día tras muchos sin pasar por un determinado lugar al que quedaron prendidos tantos recuerdos nuestros, pasas, y descubres incrédulo que has dejado de formar parte de ese lugar.


Con recelo y nostalgia notas que unos bolardos en determinada parte de la acera que transitas están gastados por el paso de tiempo, alguno inclinado de haber recibido un topetazo de algún coche, oxidados, y el recelo proviene de que ni siquiera recuerdas esos bolardos allí, lo que significa que hace tanto tiempo que no pasas por allí que tus miradas, tus pasos, tus inquietudes cargadas en el fondo del corazón, no han formado parte de ese escenario en todo ese tiempo. Y la nostalgia, como la última ola de unas vacaciones en el mar, nos inunda por dentro, nos esponja con un sentimiento que baila entre la felicidad de vivir y la tristeza de haber vivido.


Es cuando te das cuentas que los paisajes urbanos son inmóviles, inabarcables, intransitables desde el exilio, al contrario que las personas con quien seguimos manteniendo el contacto, pues a pesar de los cambios que el vivir la vida va provocando dentro y fuera de nuestro cuerpo, siempre queda un recodo de reconocimiento, un lugar común con los mismos accidentes, un par de aceras sólo transitadas por nosotros cuando nos encontramos. Inviolables en nuestra ausencia.

miércoles, octubre 03, 2007

Muchas de mis reflexiones parecen que tienen como fin último ser las líneas con que comience un libro que aún no he escrito. Por este motivo, algunos de los que me conocen me califican de dogmático, en el sentido de que, en muchos aspectos de la vida divago, sobre todo cuando reflexiono sobre ella misma. En realidad lo que estoy es inmerso en una búsqueda de palabras y sensaciones que transmitan la fuerza que me gusta notar al comienzo de una novela, y poder combinarlas de tal forma que recompongan un paisaje por cuya contemplación merezca la pena haber vivido. Uno de mis mayores deseos desde que la chispa de la literatura me inflamó por dentro es comenzar una historia con tanta contundencia que el que las lea quede atrapado y la única solución para librarse de ellas sea caer enteramente en ellas y leerlas hasta el fin, y que al término las palabras se le queden tan agarradas que formen parte de él.


De la misma forma con que la naturaleza con su fin reproductor nos inocula la libido, tal vez sufra de una pequeña desviación a través de la cual intento perpetuar no mi carne sino mis sentimientos - mi visión del mundo: humano en cuanto que emana de nosotros pero antinatural porque el fin de toda la especie, quitándole todo el revestimiento con que el ser humano la viste, es reproducirse - a través de mis palabras.


La cuestión es que estar continuamente dictándome y dictando titulares a todo el mundo termina cansándonos. De tanto relativizar banalizo la propia vida. Al final, termino pensando que ese libro que anhelo parir es mi vida, y que de tanto comenzarlo, de tanto idear las primeras frases, estoy dejando de escribir las que van justo después. Y de primeras frases una vida no debe ser vivida.

jueves, septiembre 27, 2007

Por Humberto Diosdado

¿te atreverías? Me preguntaba indolente mientras se mordía el labio. No es atrevimiento, es tentación. ¿caerías entonces en la tentación? Ya estoy cayendo.¿y no te arrepentirás después?

Brazos desmayados que me pesan en el corazón.

sábado, septiembre 22, 2007

Soy de esas personas a las que les cuesta escribir lo que siente. Sin embargo, cuando me preguntan o cuando tomo la iniciativa y enumero y narro aquellas cosas que se me pasan por la mente y el corazón, se me aclaran las ideas y la palabra brota de mis labios con la misma naturalidad con que brota el agua de una fuente.


Por esta razón, cuyo origen desconozco, soy incapaz de escribir un diario. Lo he intentado en multitud de ocasiones, me he comprado libretas para ello, he abierto páginas del word con el encabezamiento “Diario”, incluso llegué a publicar en este mismo blog dos de ellos.

Desde pequeño he emborronado cientos de páginas que he ido tirando a la basura. Otras las he guardado, no hay en este descarte ningún motivo, son todas igual de mediocres. Si algún día llegara a ser una persona de renombre cobrarían interés por puro morbo, porque la gente quiere saber qué sienten, cómo piensan y actúan aquellas personas que destacan en algún ámbito de la vida social, piensan que en ello se encuentra la clave de su éxito. Yo no descuello en nada, así que difícilmente cualquier anotación mía pueda cobrar algún interés.

Y esto, a veces, me da mucha rabia. Porque me gustaría poder enseñar una parte de mí, hacer pornografía sentimental. Mi naturaleza es antitética con mis anhelos, pienso y deseo determinadas cosas que niego a través de mis actos. Leo y leo, para encontrar, a través de las palabras de los demás las mías propias, trato de meterme en sus pieles, y me embelesan sus pensamientos, sus palabras tan precisas que definen estados emocionales tan comunes y tan difíciles de perfilar con palabras. Y me doy cuenta de que no soy capaz de alejarme de mí lo suficiente como para escribir con la lejanía del que se sabe protagonista de una vida pero rechaza el vivirla. Esta es, quizás, la mayor traba con la que me encuentro: me siento vivo cuando almaceno las palabras en mi interior, cuando las escribo una leve sensación de olvido se apodera de mí, como si al dejar testimonio escrito de ello pudiera desprenderme de la experiencia vivida. Por este motivo, cuando un lugar me gusta demasiado, cuando en un viaje un paisaje me deja sin palabras, cierro los ojos un segundo, aspiro y dejo la cámara de fotos colgando en el pecho. Si escribiera sobre ese lugar, si con una foto intentase captar lo que he sentido en esos instantes, todo el sentido que para mi tenía se desprendería de la palabra y la de la imagen y dejaría por completo de significar nada para mí.


Así que aunque inevitablemente tome muchas fotografías a lo largo de cualquier viaje, sólo lo hago en aquellos momentos en los que no estoy sintiendo nada especial. De esta manera, entre foto y foto, o entre recuerdos puestos por escrito, revivo con mayor intensidad los momentos especiales, pequeños tesoros que prefiero no guardar de ninguna otra forma que no sea dentro de mi cabeza, para no desvirtuar su viveza.


A veces pienso que en realidad estos momentos no son tan especiales pero en un momento concreto los sentimos como tal, y que precisamente por conservarlos en el formol de la escritura o de la fotografía podemos valorarlos retrospectivamente y ver su verdadera naturaleza. Pero la verdadera naturaleza sólo se entiende en el mismo momento de su revelación. Como dice en algún lugar que leí, un río a pesar de ser el mismo río nunca lleva la misma agua, es inútil tratar de sumergirnos pues en la misma corriente.

lunes, septiembre 03, 2007

Dentro de 23 días cumplo 24 años. El 24 de septiembre hará 5 años que me vine a vivir a Madrid. Y hoy 3 de septiembre peso 3 kilos más que antes de marcharme el 3 de agosto 25 días de vacaciones.

Son números que se me acaban de venir a la mente mientras me quedan 17 correos por contestar, 7 exámenes por hacer, 9 asuntos por resolver y media docena de amores que marchitar.

Cumpliré 24, perderé esos 3 kilos y los volveré a ganar, responderé estos 17 correos pero otros tantos ya están redactándose o reenviándose a mi buzón, haré los 7 exámenes y algún día terminaré la carrera, resolveré esos 9 asuntos que, a fin de cuentas, tampoco son tan importantes y me volveré a enamorar. ¿no? Lo único que ojalá no suceda nunca es que me caduquen esa media docena de amores que me corresponden...

viernes, agosto 31, 2007

Durante el mes y medio que he estado sin actualizar el blog ha mediado tanta vida como para llenar varias entradas, o incluso varios libros. Pero 25 días de vacaciones y la vuelta a la normalidad tienen un efecto tan devastador (es mentira) sobre mí que apenas sí recuerdo qué fue de esa época en la que podía disfrutar de una buena cerveza fresquita en compañía.

Parece que fue hace un lustro cuando estaba en una cala de Roche tumbado sobre la arena, dando brincos entre las olas, riendo con mi amigo Juanjo mientras iban cayendo uno tras otro los botellines de cruzcampo perlados por la condensación, acompañados por un tándem typical dominguero: filetes "empanaos" y tortilla de patatas. Pero fue sólo hace una semana.

Y si me remonto a la primera de agosto, cuando probé el cocido montañés cántabro in situ, la quesada pasiega, la marmita, las corbatas de Unquera, las fabes con almejas, el chorizo auténtico asturiano a la sidra... Y es que 25 días dan para mucho comer. Concretamente he aumentado mis reservas en tres kilitos, pero han sabido a gloria.

Ahora que de nuevo llegan los exámenes es momento de hacer doble penintencia por los excesos y regular un poco la dieta. Aunque hoy ya me la he saltado. Una menestra de verduras con pollo a la plancha muy rico, y de postre un helado de dos bolas: tarta de queso y dulce de leche. El café que no falte. Y es que así no se puede.

Para la próxima entrada os prometo alguna foto de mi escapada al norte.

lunes, julio 16, 2007

Sábado 7 de julio de 2007

Hoy concluyo este diario. Me salto varias entradas y le pongo el punto y final. Por el mismo no-motivo que lo comencé lo finalizo. Tal vez una razón más profunda de lo que imaginaba me empujó a publicarlo y otra de la misma naturaleza me mueva a terminarlo. A pesar de que no tiene fin porque sigo escribiendo y, ante todo, sigo viviendo. Ojalá pudiera decir que el punto y final lo pondré cuando expire pero eso sólo lo hacen los grandes poetas:

É tal vez o último dia da minha vida.
Saudei o sol, levantando a mão direita
mas não o saudei, dizendo-lhe adeus.
Fiz sinal de gostar de o ver ainda, mais nada


Es tal vez el último día de mi vida.

Saludé al sol, levantando la mano derecha,
pero no lo saludé diciendo adiós.
Hice señal de que me gustaba verlo antes: nada más.


Fernando Pessoa.
Poema dictado por el poeta el día de su muerte



Si dijera que algunos de los que me leen con regularidad se alegrarán de que por fin deje de hablar de mis intimidades sentimentales mentiría. Y no porque realmente no se alegren sino porque en realidad esos algunos son muy pocos, con lo cual decir algunos cuando debo decir uno o dos, es pecar de exagerado.


El 31 de julio este blog cumpliría 1 año. En todo este tiempo he publicado 46 entradas. 25 de ellas son mi diario de estos últimos meses. Haciendo cálculos sale aproximadamente a una entrada semanal. Al contrario de lo que puedan pensar aquellas personas que me han hecho llegar sus impresiones directamente y nunca a través de los comentarios, que recuerdo están habilitados a todo el mundo sin necesidad de registrarse, no he publicado nada por rencor, ni por demostrar nada. Soy tal como me he descrito, no he dejado de decir nada de lo que pienso aunque haya dejado cosas en el tintero que no tenían nada que ver con la temática de estos post.

He hablado sobre todo del amor porque el amor está en todas partes. Love is everywhere. De mis sentimientos porque son los que hacen girar el motor de mi vida, de mi sufrimiento, alegría, nostalgias varias y desazones atávicas. He desnudado mi alma ante la mirada de los que hayan querido mirarme, porque esconderme en este mundo, circundado de almas con caparazón, me duele aún más que mostrarme tal como soy No he podido decir todo lo que me hubiera gustado porque no tengo aún la capacidad para escribir lo que digo. Pero a fin de cuentas he escrito todo lo que he sentido. Cuando sentía una punzada de melancolía o alegría abría el word y escribía. Esto no me ha llevado a ningún sitio, tampoco lo he hecho con este propósito. La vida es suficientemente racional como para pensar a cada momento el por qué hacemos las cosas. Este blog responde más a mis regurgitaciones emocionales que a la razón. Con esta probablemente nunca llegue a escribir nada.

He eliminado todas las entradas de ambas partes de mis diarios. Han sido vuestras durante todo este tiempo, ahora pueden descansar en mi ordenador sin temor a ser releídas. El resto de mis textos siguen siendo vuestros. Intentaré publicar con la misma regularidad que hasta el momento. Una vez a la semana cada viernes, a pesar de que aún no estoy en disposición de adquirir este tipo de compromisos.

lunes, abril 16, 2007

Viejita jugando a la Game Boy Color en el metro de Madrid


Una prueba irrefutable de que Nintendo ha conseguido llegar a todas las edades, algo de lo que ninguna otra compañía puede presumir.
Coincidimos en todo el trayecto, incluso en un cambio de metro. La pausó y siguió jugando, al menos hasta que yo me bajé del metro. Unos 45 minutos.

miércoles, enero 03, 2007

Recuerdos de "antier"

Finalizadas las neuras de 2006 con las campanadas, las uvas y el cava, champán o sidra, procedente para tal evento, felicitado el nuevo año – ¡Feliz año nuevo! – y habiendo cambiado la foto de mi perfil, en la que parecía un intelectualoide de medio pelo (incluso eso proveniendo de mí mismo podría considerarlo un piropo), doy paso a la primera actualización de mi blog en 2007.

Curiosamente el final de año sirve para algo más que engordar un par de kilos, que te llamen o escriban aquellas personas que no suelen hacerlo durante el resto del año, que hagan especiales en la mayoría de cadenas de televisión para recaudar fondos en esta época tan consumista – algunos se sentirán mejor – o cualquier otra variante. Sirve, y a mí al menos me sirve, para descubrir con sorpresa que empiezo a tener pasado más allá del que tuve como niño y adolescente, y el gran descubridor de esta faceta que cada año se irá acrecentando son “las batidoras de 2006”, programas de relleno que fabrican todas las cadenas y en las que aparecen las mejores imágenes del año, las más sorprendentes, las noticias más relevantes, canciones de moda, y demás momentos caústicos que han marcado el agonizante año y en los que siempre hay un rinconcito para la nostalgia. Se echa mano del archivo histórico de Televisión Española y solucionado. Así me descubrí con cierto estupor viendo uno en el que aparecían imágenes de la década de los noventa y comienzos de dos mil, época en las que ya tenía de manera más que sobrada uso de razón. Esto causó en mi un cierto estupor. Recuerdos ya sabía que tenía porque, aunque poca, memoria tengo. No se trataba de eso.

Tenía además un pasado. Un pasado lleno de sentimientos propios y comunes al resto de mortales. Un repertorio de canciones que podría tararear con nostalgia junto a cientos de miles de personas. Series de dibujos animados que comentar no ya con fervorosa pasión sino con incongruente melancolía. Y barba. Y recuerdos de la moda de una época. Si miro una de las pocas fotos que tengo de cuando me hice mayor de edad veo con estupor que lo que entonces me parecía corriente en cuanto a modo de vestir, hoy empieza a estar en desuso. Que las sudaderas anchas no se llevan a no ser que seas rapero y la lleves extra large, que las zapatillas Paredes están completamente ensombrecida por Nike, Adidas y Reebok. Incluso las J’hayber blancas y azules, con su llamita en la lengüeta. Casi un objeto de culto que hoy sería calificado de hortera. Lo que ahora se llevan son los muelles.

Y la separación de mis padres. Un suceso normal en la vida de cualquier persona, padres e hijos. Más normal incluso hoy día, ya que la media de separaciones ha aumentado vertiginosamente en la última década. Y no es culpa de la emancipación y reivindicación igualitaria del género femenino sino por incompetencia masculina. En mi caso y en el de muchos. No sé en qué proporción.
Una separación que viví cuando tenía catorce años y mis padres llevaban 23 años casados. Dejaron de quererse o empezaron a ignorarse a los seis años de haber realizado el enlace. Tengo tres hermanos, 33, 32 y 28 años. Niña, niño, niña y yo. Dos parejas. Me consuela escuchar a mi madre decir que es lo único que le salió bien y de lo que no se arrepiente.

A los dos últimos mi padre no quiso tenernos. Hoy estoy aquí. No soy yo quien deba hablar de él porque cada vez que voy a Sevilla me entero de cosas nuevas que pasaron entre mis padres y que desconozco. Es normal, yo era pequeño, y eso a un niño pequeño no se le cuenta. Yo nunca noté amor en mi casa. Armonía tampoco. ¿Me marcó eso? Hoy sé que más de lo que un principio podría imaginar. Si a mis hermanos que son bastante mayores que yo les marcó, yo no habría de ser menos. Aunque lo de que a mis hermanos les afectase es algo de lo que me he ido enterando más tarde.


Crezco, crezco, crezco. La virtud de cumplir años es inmanente al hecho de nacer, el pasar del tiempo trae cosas buenas y cosas malas. Pero la vida es en sí misma bonita, agradable a veces, y para que la sintamos y disfrutemos, valoremos y sopesemos, es también amarga a sorbos. Como un océano infinito, recorrido por corrientes distintas que llevan a distintas islas. En unas encontramos paz, sosiego, calma, alegría, en otras soledad, tristeza, amargura, pero hay corrientes circulatorias que no conducen más que a un eterno vagar. Un camino interminable.