viernes, febrero 29, 2008

Aún soy joven. No lo seré eternamente. Lo sé, y aunque empiezo a sentir el proceso de maduración de mi piel, de mi carne y de mis sentimientos, mi ser está surgiendo todavía. No es el ocaso sino mi propia alba la que vivo. Soy levemente consciente de este proceso, me reconforta saber que el periodo de turbiedad que hace un tiempo zarandeó mi existencia poco a poco se va desvaneciendo, los contornos de mi propia vida perfilando, y a pesar de tener tan pocas cosas propias tener tantas ajenas que me son dadas como el maná.

Sin embargo, un leve recuerdo de aquella nausea existencial me sigue acechando a intervalos irregulares y cada vez mayores. Me sorprendo pensando: ¿será un mecanismo reflejo de autodefensa integral? La invisibilidad de mis resortes emocionales me subyuga aterradoramente a esta vida que vivo. A mí, racionalmente, no hay nada más que me precipite al abismo que un amor desleído. Sentimentalmente la ausencia de besos y caricias.

Y sin pena ni pasión, sin ánimo pero tampoco desidiosamente, me aferro al concepto de la inexorabilidad del tiempo, tan etéreo como el humo de un incendio que a nadie calienta, alerta o guía en la oscuridad, esperando a que su transcurrir me proporcione las preguntas que parezco divisar imprecisamente. Porque no me importan cuáles puedan ser las respuestas. Ni siquiera si estas llegan algún día.