viernes, octubre 05, 2007

Paisajes ajenos

Uno suele prenderse de las cosas que a diario le rodean y, éstas, como nuestro propio cuerpo, son tan importantes en nuestra vida que al abandonarlas sentimos una mutilación en nuestro interior. En otras ocasiones diría que el cercenamiento es en el alma, pero yo la he sentido en algo mucho más humano: en las tripas.



Cuando me marché de Sevilla hace ya cinco años, el paisaje humano lo componían mis amigos y familiares, todos tan distintos y singulares, cada uno parte de mí y yo parte de ellos. El paisaje urbano, en cambio, del cual formamos parte en cuanto que lo habitamos, lo pateamos, lo utilizamos, deja de ser nuestro en cuanto nos marchamos. Los pequeños cambios que imperceptiblemente lo van modificando son tan nuestros como la propia ropa que vamos mudando con el paso de las estaciones, ropa heredada una y otra vez.


Una obra para ampliar las aceras guarda en el esqueleto de su creación tantas miradas nuestras como kilos de cemento para poder levantarla. Y nos parece lo más normal cuando por fin terminadas, empiezan a ser recorridas por todas esas personas, también espectadores de la obra. Poco a poco va perdiendo el lustre y la novedad, las primeras lluvias, los orines y las deposiciones de los canes van punteando las imbricaciones entre losas y losas, chicles y papeles quedan adheridas a las aceras como cicatrices calientes, y nosotros con nuestras miradas y nuestros pasos, sean estos en la dirección que sean, también deformamos las calles.



Un día de repente te marchas de la ciudad, o te mudas a otra parte de la misma, y de la misma forma en que conoces a compañeros de clase en el colegio, en la facultad, en el trabajo, y compartes con ellos experiencias, risas, algún llanto y cervezas, secretos y besos, improperios y vas creciendo, llega un día y de repente dejas de tener contacto con uno y luego otro y otro, y sólo lo mantienes con unos cuántos - y esto no depende de las afinidades individuales.


El origen está en algo tan incierto que no logró discernir -, y a veces incluso, alguien tan importante en tu vida, como la garante de tu primer escarceo desaparece, y pasan años hasta que vuelves a recordarla - un pasador de plástico rosa en el pelo de esa colegiala impúber que aún aletargada y con la mochila en un carrito se encamina al colegio te despierta del fondo de la memoria el mismo color rosa de un suéter que se solía poner los lunes lluviosos de otoño -, de la misma forma, decía, un día tras muchos sin pasar por un determinado lugar al que quedaron prendidos tantos recuerdos nuestros, pasas, y descubres incrédulo que has dejado de formar parte de ese lugar.


Con recelo y nostalgia notas que unos bolardos en determinada parte de la acera que transitas están gastados por el paso de tiempo, alguno inclinado de haber recibido un topetazo de algún coche, oxidados, y el recelo proviene de que ni siquiera recuerdas esos bolardos allí, lo que significa que hace tanto tiempo que no pasas por allí que tus miradas, tus pasos, tus inquietudes cargadas en el fondo del corazón, no han formado parte de ese escenario en todo ese tiempo. Y la nostalgia, como la última ola de unas vacaciones en el mar, nos inunda por dentro, nos esponja con un sentimiento que baila entre la felicidad de vivir y la tristeza de haber vivido.


Es cuando te das cuentas que los paisajes urbanos son inmóviles, inabarcables, intransitables desde el exilio, al contrario que las personas con quien seguimos manteniendo el contacto, pues a pesar de los cambios que el vivir la vida va provocando dentro y fuera de nuestro cuerpo, siempre queda un recodo de reconocimiento, un lugar común con los mismos accidentes, un par de aceras sólo transitadas por nosotros cuando nos encontramos. Inviolables en nuestra ausencia.

miércoles, octubre 03, 2007

Muchas de mis reflexiones parecen que tienen como fin último ser las líneas con que comience un libro que aún no he escrito. Por este motivo, algunos de los que me conocen me califican de dogmático, en el sentido de que, en muchos aspectos de la vida divago, sobre todo cuando reflexiono sobre ella misma. En realidad lo que estoy es inmerso en una búsqueda de palabras y sensaciones que transmitan la fuerza que me gusta notar al comienzo de una novela, y poder combinarlas de tal forma que recompongan un paisaje por cuya contemplación merezca la pena haber vivido. Uno de mis mayores deseos desde que la chispa de la literatura me inflamó por dentro es comenzar una historia con tanta contundencia que el que las lea quede atrapado y la única solución para librarse de ellas sea caer enteramente en ellas y leerlas hasta el fin, y que al término las palabras se le queden tan agarradas que formen parte de él.


De la misma forma con que la naturaleza con su fin reproductor nos inocula la libido, tal vez sufra de una pequeña desviación a través de la cual intento perpetuar no mi carne sino mis sentimientos - mi visión del mundo: humano en cuanto que emana de nosotros pero antinatural porque el fin de toda la especie, quitándole todo el revestimiento con que el ser humano la viste, es reproducirse - a través de mis palabras.


La cuestión es que estar continuamente dictándome y dictando titulares a todo el mundo termina cansándonos. De tanto relativizar banalizo la propia vida. Al final, termino pensando que ese libro que anhelo parir es mi vida, y que de tanto comenzarlo, de tanto idear las primeras frases, estoy dejando de escribir las que van justo después. Y de primeras frases una vida no debe ser vivida.