jueves, agosto 31, 2006

Las profesiones de mi vida


“O poeta é um fingidor. Finge tão completamente: Que chega a fingir que é dor: A dor que deveras sente.”

“El poeta es un fingidor. Finge tan constantemente, que llega a fingir que es dolor, el dolor que en verdad siente”

Decía Pessoa de los poetas que eran unos fingidores, y digo yo que entonces todos somos poetas. En distinta medida por supuesto. Unos más otros menos, todo el mundo ha hecho sus pinitos con la métrica, los octosílabos, sonetos, alejandrinos y versos libres. Y a veces mentimos tan bellamente que la mentira se convierte en poesía. Una poesía que disimula lo que en verdad sentimos.

Cuando era pequeño quería ser pistolero. Eso me han dicho siempre mi hermana y mi madre, yo sólo recuerdo vagamente unas navidades en que me regalaron una pistola de vaquero y dentro de la caja iban dos o tres monedas de 25 pesetas. Toda una fortuna para alguien tan pequeño como yo. Ahora que lo pienso tenía menos de cuatro años.
Después quise ser bombero, no sé realmente por qué, nunca me gustaron los camiones de juguete ni tampoco los clips, tal vez oyera algún comentario de alguien mayor tras un incendio aparecido en la tele u ocurrido en el barrio donde vivía.
Esa fiebre se apagó pronto y dejé de querer ser bombero. Hasta los 9 años aproximadamente no volví a tener otra vocación. La de carpintero. Si José lo fue, por qué yo no? Me imaginaba fabricando sillas y muebles, serrando tablas y martillando puntillas por doquier. Esto también se me acabó pronto, haciendo una pequeña manualidad para el colegio con la segueta me salieron varias ampollas en los dedos. ¡No había pensado hasta entonces en mis frágiles manos de infante escolar! Tanto dolor pudo conmigo y la profesión de carpintero me desencantó desde ese mismo momento.
Encontré en el fútbol un sustituto temprano, si bien es cierto que me encantaba y se me daba fenomenal, nunca llegué a pensar seriamente en ser futbolista, hasta ahí no llegaban mis ensoñaciones. Por supuesto nunca llegué a serlo, tampoco pistolero, ni bombero, ni carpintero. Con catorce años, después de pasar todo un verano en reposo absoluto y tras un traumático cambio de domicilio decidí que quería ser periodista. Si escritor no iba a poder ser, cosa que me frustraba mucho, al menos me ganaría el pan con mis palabras.
Fui creciendo y esa ilusión permaneció latente dentro de mí hasta que llegué a segundo de bachillerato. Tenía buenas notas y me daba la media, pero en matemáticas iba fatal. Al final me suspendieron esta asignatura y me quedé para septiembre sólo con ella. Todo el verano dando clases particulares. La aprobé, claro que ya no quedaban plazas para periodismo en la Hispalense de Sevilla. Empecé Humanidades en la Pablo de Olavide. Me gustó mucho el primer año, el cambio a la Universidad, otro tipo de libertad distinto al del instituto. Pero ese gusanillo que tenía en mi interior de estudiar periodismo fue más allá, quería hacerlo en Madrid. Una tórrida tarde de junio en la que debería estar estudiando para los exámenes finales navegaba yo por internet, mirando notas de corte en las distintas universidades. Llegué hasta la Complutense, por casualidad vi el formulario de preinscripción, lo imprimí, lo rellené y lo envié. No dije nada a nadie, vivía sólo por entonces, y sólo pasado un par de semanas se lo conté a mi madre. La respuesta me vino a comienzos de julio, bajaba la basura y había una carta en el buzón, de la Complutense. No tenía ninguna esperanza, así que no la abrí inmediatamente. Tiré primero la basura y antes de subir rasgué el sobre. Lo primero que vi fueron en negrita la palabra aceptado. Casi no pude entender lo que decía y tuve que releerla varias veces para enterarme.
Era el comienzo de mi vida en Madrid. Quedaban muchas cosas por decidir pero desde ese mismo instante supe que me iría. La carrera todavía no la he terminado, me gustaría hacerlo cuanto antes. Ya trabajo, no es ningún medio pero al menos es en un departamento de comunicación. Está bien.
Sé que me quedan muchas cosas de las que disfrutar, día a día intento aprender más, pero la rutina te hace caer en una dinámica que hasta el momento no me ha hecho mucho bien.
Ayer mientras iba en el metro decidí fijarme en un punto cualquiera del suelo y no desviar la mirada hacia ningún lado ni nadie durante al menos cuatro paradas. Hubo dos veces que cambié la vista, pero al final lo conseguí. Esto no tiene nada de particular, ni pretende entrar en ningún libro de record. Me di cuenta que me facilitaba la reflexión, y que podía pensar en tiempos pasados con más facilidad. Mi natural olvidadizo por un instante me recordó que la vida se construye a grandes rasgos pero que sólo los pequeños son los que nos causan añoranza. Mi carácter es poco dado a echar de menos las cosas, procuro adaptarme, pero todo ser humano tiene un lado sensible al recuerdo más íntimo de su pasado, teniendo por intimidad secretos nunca desvelados, sentimientos nunca compartidos, pesares baladíes completamente olvidados.

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