lunes, agosto 10, 2009




Es lo que piensas

cuando hay dolor.

Sin tu presencia

es bastante.



Crac. La arena cede bajo mis pies. El sol en lo alto, rodeado de un cielo tan blanco que ciega. Mañana de agosto en el sur de España. No uso gafas de sol, tengo los ojos guiñados, casi no veo. Para encontrarte no hace falta, te presiento. No sé cómo funciona, la convicción me nace desde el fondo, un impulso que me mueve, cruzo un sendero, atravieso el paseo marítimo, giro la primera calle a la izquierda, transito por la vereda sombría. Llego al mercado, subo el callejón del agua hasta la plaza blanca y me siento en el mismo banco de madera deslustrada de todos los días. Abro el diario y, con los ojos aún entornados y la frente perlada por el sudor matutino de una ciudad portuaria, me dispongo a medio leer las noticias. No han pasado dos minutos y ahí vienes. Despunta una barra de pan de la bolsa de tela que sujetas con tu antebrazo. La cadencia de tus andares me dice que hoy estás de buen humor. Llegas frente a mí y me miras con los ojos bien abiertos. Llevo veinte años diciéndote que te iban a salir patas de gallo de tanto guiñar los ojos por el sol y, mira, ahí están. Mujer, ya sabes que me gusta la claridad, las gafas de sol hacen que se vea todo más oscuro. Y pa eso está la noche. ¿Subes a desayunar? El pan está recién hecho. – Me lo pienso – No, gracias, mejor no. Otro día. ¿Vale? Vale, vale. El brillo de tus ojos se apaga por un segundo, renace en tus labios una sonrisa fugaz. Hasta mañana. Y te alejas.

Tantos años amándote en secreto y sigo sin probar tu pan. A ver si mañana me atrevo.

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